Antonio Liccioni: Guayana en el sueño eterno

Autor: Antonio José Pérez Luna

(En la década de 1990, el reconocido profesor José Antonio Pérez Luna, ya fallecido, realizó una serie de conversaciones con personas de larga residencia en El Tigre. Estas conversaciones las publicó bajo el nombre de “Tertulias” en el diario “Antorcha”, trabajo que luego le valió su designación como cronista del municipio Simón Rodríguez, designación que ostentó hasta el día de su muerte. Su hija, Diana Pérez, de manera voluntaria, facilitó los recortes de prensa de estas publicaciones con el fin de refrescar un poco los aportes a la historia de esta joven ciudad de El Tigre, ahora en la era de las ediciones digitales. En su momento, cada “Tertulia” salió con la ilustración de una caricatura del rostro del entrevistado, realizada por el artista plástico Saúl Alcalá. Desde hoy, entregaremos cada semana, una de estas conversaciones, acompañada, por supuesto, de la caricatura correspondiente, las cuales fueron reproducidas por el fotógrafo Antonio Hernández).

            Antonio María de La Trinidad Liccioni Azanza, nació en Ciudad Bolívar el 23 de septiembre de 1913, a la sombra de un hogar bien constituido y en donde sus padres: Don Antonio Liccioni Méndez y Doña Carmen María Azanza de Liccioni, conservadores de la vieja integridad principista heredera del conservatismo colonial, fueron al extremo celosos en la orientación y formación de los hijos. 

            Cuatro hermanos en total, de los cuales uno murió a la corta edad de tres años, pero que aún ni siquiera la bruma del tiempo, ha logrado borrar su imagen infantil del recuerdo: “él se llamaba Leopoldo”, es la respuesta de Toñito Liccioni, dos hermanas: Carmen Mercedes Licioni de Battistini y Carmen Edilia Liccioni de Tauer, completan el cuadro familiar de los esposos Liccioni – Azanza.

            Educados bajo los rigores de la formación  cristiana que nace  desde el hogar, y que se complementa  en la escuela, dirigida por su maestro el Padre Rafael María Villasmil sacerdote guayanés estrechamente ligado al desarrollo histórico de la legendaria ciudad.

            En su actividad escolar, Toñito Liccioni comparte aula con Constantino Maradei Donato, quien con el transcurrir de los años se abrazará a la carrera sacerdotal y hoy ocupa la alta jerarquía eclesiástica de dirigir la Diócesis de la ciudad de Barcelona, en su investidura de Obispo.

            En 1941, arriba a El Tigre; trae consigo 28 años de edad, fortaleza, juventud y todo un extenso horizonte; se instala en la última  casa del pueblo y comienza a desarrollar  un pequeño negocio de helados; llega en compañía del doctor Vicente González Orsini, con quien cimentará una estrecha amistad que durará muchos años, aún más allá de la muerte del siempre recordado amigo, recientemente fallecido.

            Casado con doña Elia María Sebastiani de Liccioni, unión de la cual nacen seis hijos: Elia, Antonio, Thais, Magaly, Roberto y Carlos. Abraza con fervor el recuerdo de la naciente ciudad y acompañado de su inseparable violín, evoca el recuerdo de la prosa galleguiana: “Ya declinaba la tarde. Detrás de las costas del río, las bandas lejanas de las tierras llanas, las profundas perspectivas de las tierras monstruosas, sin humos de hogares ni tajos de caminos, vastos silencios para inmensos rumores de pueblos futuros; arriba, la mágica decoración de la puesta de sol: celajes de oro y lagos de sangre y lluvia de fuego por entre grandes nubarrones sombríos, y bajo la pompa dramática de estos fulgores en aquellos desiertos, anchos, majestuoso, resplandeciente Orinoco, Orinoco grande!”.

            Él, sigue allí, ahora con 77 años a cuestas; se acerca al recuerdo de aquellas jergas parranderas con José Manuel Ceballos, Jesús Subero, Pablo Koo, Franco Lander, José Ramón Ron Padilla, Julio Mac Spaden, Armando Rodríguez y otros tantos amigos de la época que se escapan. Retoma para su tristeza muda la expresión guarahúna estampada en Canaima: ¡Cuñao! Yo dándote moriche cvanta bonito, tú dándome papelón.

            -Yo dándote chinchorro, tú dándome sal.

            Toñito sonríe, y abraza a su propia vida prolongada en los nietos que ahora le llaman abuelo.

El Tigre, febrero de 1990.