Dámaso Figueredo: Viejo botalón del llano

Carlos San Diego

            Una mujer, un conuco y un río cerca, eso le bastaba a Dámaso Figueredo “el llanero completo” para sobrevivir. Esa era su vida. “Así es la vida...” como en su pasaje diría. Amor, comida y agua. Lo demás puede faltar o puede sobrar. La mujer es la copla, la canción, la compañera, el embrujo, la raíz de todo vivir. El conuco es la tierra desnuda, surco, semilla, siembra, placenta y fruto, y el río es germinación, agua para aplacar la sed, pesca, camino,  espíritu que corre, belleza, transparencia, contemplación, salud. Elementos mágicos de quien sabe vivir bien.    

            Nació de uno de esos partos que se dan en el llano, igual a cuando se abre el espinito en el monte y se esconde en el carbón cuando pasa la candela para que no le queme la raíz. Doña María Nicomedes Figueredo, fue la encargada de traer al mundo a este incomparable poeta veguero. Su padre fue José Antonio Robles. El parto se dio en el hato Merecurito, jurisdicción de Guardatinajas, estado Guárico, donde el río Tiznados aprovecha las raíces de los grandes árboles para remansarse y quedarse más tiempo contemplando las muchachas que bajan a la orilla a recibir un baño llanero. Es como decir, de Calabozo pa’ adentro.

El alumbramiento de Dámaso Figueredo, se produjo en pleno mes de marzo, el día 27 de 1939. Por eso, entre las nubes de polvo, Figueredo aprendió a caminar detrás de los atajos de becerros, oloroso a suero de quesera, en los bajos de Tiznados, en los cañaotes de terronales entreabiertos, donde quedaba blanqueando el lomo plateado de los coporos, después de tirar la atarraya, como una bendición cuando comenzaban a retirarse las lluvias. Dios aprieta, pero no ahorca.   

Él no sabía por qué, pero al conseguir la puerta de falso abierta, las trancas del corral en el suelo, se ajilaba detrás de los animales por los caminos trillados a pasar el día por aquellos chiribitales, sintiendo florear la infancia, mientras bajo los higuerotes y merecures, el corral quedaba solo entre la pesada sombra del mediodía, como con ganas de irse también detrás de lo que se había esfumado. Ese paisaje que a veces se escapa medio agachado, bajo los quebrahachos con movimientos de sombras, con espejismo de ausencia, asustando al matapalos con un rumor de inmenso higuerote fúnebre. Alfabeto de la tierra tórrida.

 

“Lección que no tuvo tregua”

            Y es que como dice Alberto Arvelo Torrealba: “Yo aprendí en tierra abismada/ lección que no tuvo tregua”, Figueredo aprendió el alfabeto puro de la costumbre llanera, esa que amarra los sueños a los rotos de la campechana para que no se caigan en la madrugada por si acaso el día se presenta arduo y seco como un cardonal de médano rojizo; campechana a la que el duro talón cuarteado no deja pelos para saber de qué color era la res que la dio. Así se hizo muchacho. Hizo su querencia, se hizo conuco y bebió en Tiznados hasta la luz de la luna en la costilla de la playa. Pero también se hizo jinete, cazador, pescador de cachamas y valentones, y diestro en el verso improvisado, sabio del paisaje,  la tradición y la picardía amorosa, con toda la sabiduría que se va aprendiendo de los testimonios y vivencias en la ruta de los campesinos: la faena, la filosofía, los misterios, la brujería, los celos, el cacho y el desafío, de donde nacieron esos dos versos suyos que incluyó en el joropo “El llanero completo”, y que dan la bienvenida a Guardatinajas: “La soga que se revienta/corriendo mismo se empata”, es decir, no hay que detener la jornada para remendar los entuertos. El rumbo lo endereza la marcha.   

  Su sangre era la del drago. Su color, el del mangle negro del recodo. Su pelo, el palmar del verano. Su sudor, la resina del chaparro y almizcle de zorro guache, y su voz fue como la voz de las ánimas, palabras mágicas, buenas para contar la historia, pero buenas también para curar heridas, para amansar la bestia machirria, o aconsejar a los malcriados entre rimas de un joropo. Nunca perdió la genuinidad de la infancia y siendo hombre aprendió a soñar con lo que lo rodeaba, igual  como se entretienen los niños, sin dejar de ser receloso y arisco al verse atropellado por las circunstancias, asunto del que “el cazador novato” tiene una anécdota muy sabrosa de un contrapunteo en el que “el cazador ya sin recursos frente a la versación de Dámaso, trató de hacer que éste perdiera la compostura; sabiendo que era muy celoso con su hijas, lo picó así: “Se me olvida preguntarle / a Dámaso Figueredo / que me diga la verdad:/ si él quiere ser mi suegro / para que tenga el honor / el día que yo sea su yerno /y va a echar más bendiciones / que un obispo en un entierro”. La respuesta de Dámaso fue: “No se crea que yo ando buscando/  cazador flojo pa’ mantenerlo / tengo un chinchorro en mi casa/ para mí que soy el dueño / esconderé mi muchacha /si me toca en un entierro / porque eso es mucho bocao/ pa’ que se lo coma un perro”. Asunto de coplas relancinas.

            Figueredo jineteó la vida en todas las circunstancias y nunca le temió. La hizo suya. De atrás para adelante, de adelante hacia atrás. Hacia el cielo y en el vacío. A pie plano sobre el suelo. Y tal, la asumía en su virtud de cantar. Inquebrantable al pie del arpa. Con copla y con chiste, con “cachos”. Dice el compositor José Manrique, que Figueredo era como un viejo botalón en medio de la llanura para resistir en un contrapunteo. Dominaba un amplio espectro del lenguaje coloquial, con los más inverosímiles criollismos para acuñar una consonancia o darle sentido a un tema. Poseía recursos desde el actual hasta el más antiguo escenario del habla rural, un romancero con el que engalanaba su improvisación, que bien podía mal plantar al contrario delante de la audiencia. Su talento era un fogón prendido en las lomas de su genialidad, de donde la chispa volaba al menor estímulo. El mismo Manrique dice que tuvo oportunidad de verlo contrapuntear en Calabozo, con Luis  Lozada “el cubiro”, y la copla parecía una disputa de presa entre dos  viejos tigres de piel dura, donde el zarpazo resbala. Por la gallardía ninguno logra vencer a otro, “tigre no se come a tigre”, es necesaria la astucia para arrinconar al contrario, y en ese caso, el más astuto fue Figueredo, que atacó con un tropel de refranes a “el cubiro”, terminando el contrapunteo en una carcajada. La palabra domada e indomable, forzada a ser verbo, la tremolaba en su voz, como lo cuenta el poeta Ángel Eduardo Acevedo en su libro “Papelera”, en la oportunidad en que no hubo manera de hacer posible que Figueredo pronunciara correctamente la palabra amígdalas, al momento de grabar su célebre pasaje “La hija catira”, debiendo quedar registrada en el disco como “amirdolas”. Hasta los reveses amorosos, los transformaba en picaresco humor que utilizó para la letra de muchas de sus canciones, auténticos éxitos de la música llanera, ricos en poesía llana, pintoresca y de sonido absurdo algunas veces, pero brillantes y únicas, como la que refiere en el pasaje “Clemencia”, en que le pide al doctor que le ponga de cabecera el zapato de una enfermera llamada Clemencia, del pueblo de Papelón, Portuguesa, para curarse de dolencias. Sabiduría ancestral.  

 

La casa de Nicolás Llovera

Para Dámaso Figueredo, su natal Guardatinajas, es la referencia exacta. Los primeros amores, los primeros tragos de ron y las primeras parrandas, en casa del criador y comerciante Nicolás Llovera. Para allá iba a jugar bolas, dados, a comer ternera, a cantar y a apostar en un “pataruco” del patio hasta la vuelta del camino de regreso, sin importarle si perdía o ganara. Era el azar como el mismo destino.

En Guardatinajas cambia el cabo de soga por los bordones del arpa, la madera de la canoa  que era el medio transporte cuando el río Tiznados se desbordaba, por el cedro del cuatro, la escopeta de cazar por los piropos para las muchachas y la atarraya por los brazos de Josefina. De esas parrandas en casa de Nicolás Llovera, junto con Ángel López, Agapito Medina y el arpista Agustín Linares, sale coplero, dejando oír el pasaje, ya célebre, y el seis por derecho, recios hacia los manglares del río para que el eco retumbara en las planicies de Chirigua, donde con unos tragos encima salía a hablar de noche con las ánimas ambulantes. Así refrescaba la mente y purificaba el espíritu.

Fuente inagotable   

Figueredo, en el ejercicio de su arte casi primitivo, fue un gran creador. Más de doscientas canciones se suman a su repertorio de autor. Joropo, pasaje, golpe y la leyenda, se hicieron territorio de su verso, fiel a su origen, con marcado respeto por la idiosincrasia aborigen y la negrura. Así definió su espacio artístico. Definió su estilo que es fácil de identificar. El pasaje recio fue su caballo como alcaravanera en los senderos de la cultura originaria y la vinculación con el medio natural. La tradición, la broma, la infidelidad de la mujer, los chascos de la vida diaria, la viveza de los “musiús”, la superstición, la bigamia típica del hacendado, la cachifa, la bellaquera y el pacto de honradez, le permitieron sondear un decir popular, imagen e idea exaltadas o disminuidas con acierto, con gusto placentero, con el que no sólo se identificaba él, sino todo un colectivo de “vergatarios”. Olor a tabaco en la vejiga.     

En sus composiciones, la mayoría escritas en su mente, pues Figueredo no era diestro en la redacción, a lo sumo, cursaría el sexto grado, si se toma en cuenta la formación escolar en los campos venezolanos en los años 40 y 50.  Hay frases, hay letras de canciones suyas que acumulan intenciones que se sostienen en el aire, y de pronto giran, con un inesperado desenlace en el contenido, que deja en juego una invitación maravillosa para la imaginación. Semejante situación ocurre cuando estira los sentidos de las palabras en procura de la rima, lo que muchos dirían, a la “machimberra”, pero que es producto del cultor que enfatiza, que nunca termina de desprenderse de los poderes de la improvisación, con la que se es capaz hasta de inventar sus propias palabras hasta alcanzar el ritmo musical, que es uno de los aspectos que lo convirtió en fuente inagotable de inspiración, algunas veces, con finales confusos, pero ricos en jocosidad y un verbo chisposo, crepitante. Malicia criolla.

No hubo secreto de la vida o de la muerte en el llano que Figueredo no conociera sin escarmientos, que al ser vertidos en su trabajo musical son una reliquia cultural del llano.  Fue todo un estero de sabiduría, pulida en su cotidianidad, pero reforzada con los cuentos y leyendas del llano, los montes, los ríos, los misterios sobrenaturales, a los que convirtió en historias musicales, como lo hizo con “El salvaje de La Sierra” y la “Historia de las Galeras del Pao”. Su inventiva lo privilegiaba.  

La herencia

            En el cultivo del joropo se inclinó profundamente por las manifestaciones de casta bravía, registro de tiempos ancestrales, con predominio del género seis por derecho, pero sin desconocer los demás golpes tradicionales del folklore, incluyendo algunos entreveraos que empleó para contrapuntear. La serie de contrapunteo que grabó con cantantes como María Carrizales, Rafael Bastidas, Rafael Martínez “el cazador novato”, Carmen Aguilar, Ramón Blanco, Ruth Rodríguez, y Winston Leal, son un libro abierto a los conocimientos del desafío del hombre para convivir con la naturaleza, sin que ésta lo destruya aceleradamente en sus fauces irrevocables. Es devolverle a la naturaleza su propio arte medio rústico.    

Dámaso Figueredo, a través de sus joropos era capaz de sacar un tigre de la solapa y esperarlo con una “cobija de agua” para después agarrarlo macheteado. Comer frijol sancochado sin manteca, cocido en agua de charco, tumbar un corozo pichón de un solo “jachazo” y después arrancarle una por una las espinas para levantar las paredes de una casa. De allí el atributo de “el llanero completo”. Fue poco amigo de los homenajes. Rendía poca pleitesía a las grandes figuras de promoción en el canto criollo. Consagró el éxito de su vida musical desde el interior del país. Se había radicado en Maracay, estado Aragua, ciudad en la que antes de ser sorprendido por un infarto el 26 de agosto de 1992, aspiraba a ser concejal, después de haber participado en la organización social de algunos sectores populares de la capital aragüeña. La inquietud le dio para todo.

Desde allí fue inconmensurable. Contó con un gran respaldo de los sellos disqueros Divensa y Corporación Foca Record. Se edificó como astro en una tierra y estilos que reconoce como estrellas también a Rafael Martínez “el cazador novato”, a Carlos González “el rey del pajarillo”, a María Carrizales, a Carmen Aguilar “la gabana cojedeña”, condición vernácula de la que son herederos los Garrido, Santiago Rojas (sin el doble sentido), consanguíneos de Figueredo, José Figueredo (hijo); Winston Leal, Ismael Verastegui, Domingo García, José Antonio Jiménez y Rafael Bastidas. Un estilo macerado en roble cortado en menguante.

 

En la universidad

El lenguaje de las letras de Dámaso Figueredo, en veces con ausencia lírica y otras con destellos líricos luminosos, no sólo sirvió para que el escritor e investigador Juan Liscano y el poeta Ángel Eduardo Acevedo, organizaran un foro para analizar en la Universidad de Los Andes, sus fundamentos en el habla  popular del llanero.  También ha sido abordado como tesis de pregrados universitarios. Y sus aportes aún esperan más estudios.

Nunca grabó creaciones de otros autores. Era así, se bastaba por sí solo. Aunque tuviera el barro a la rodilla y el agua al pescuezo, de nadie renegaba. Para criar a sus hijos, ponía una venta de refrescos. Para enamorar a una mujer se perfumaba con mastranto y la sacaba a bailar. Para amansar a una bestia le sujetaba el pescuezo hacia atrás y le trancaba un chaparro atrasito del codillo. Para tumbar un conuco encavaba un hacha en un hueso de burro y para cruzar un río turbulento buscaba el ramo más gacho para pasadero. También tenía su fe en algunos santos. Lo demás, cuestión de suerte.

 

Algunas de sus canciones

“Guardatinajas”, “El llanero completo”, “Juana María”, “Josefina”, “La culebra amarilla”, “La hija catira”, “Vendí el carro y la mujer”, “La conocí en un potrero”, “El gabán de los consejos”, “Cuando el pobre lava llueve”, “Así es la vida”, “La gabana cojedeña”, “El amor nace del alma”, “Gallo que canta en el patio”, “El flojo come poquito”, “Voy a buscar una mejora” y  “Para mí todas son buenas”. 

 También: “El hombre del burro rucio”, “La novia fajada”, “El gabán masón”, “A caballo por Cojedes”, “No dejen al llano solo”, “Les voy a hablar con franqueza”, “Por fin conseguí la viuda”, “Yo en lo ajeno no me meto”, “La mujer y su valor”, “Mi caballo fue robado”, “El mundo está poquitico”, “Don Cirilo y doña Angelina”, “Yo con las mujeres pierdo”, “El llanero adivino”, “Tres reglamentos del llano”, “Gallo viejo se respeta”. Bastante cosa buena para oír.

Foto: Buena Música.